Lo que ocurre entre los dos es comparable a lo que pasa con las hogueras. Él enciende el fuego, prende la llama de mi hoguera.
Ésta arde, arde imparable y su llama es la más viva y roja que jamás se haya visto. Para que no se apague el fuego lo alienta con su leña, gradualmente, cual pájaro que da de comer a sus crías. Y arde, y ardo, y continúo ardiendo.
Ardo en deseos y me alimento de él. Le pido más leña y me la da. Me la ofrece cuando nota que el fuego, mi fuego, se apaga. Vuelve a crecer la llama, mi llama.
Y de repente, él se queda sin leña. Entonces sopla, primero con intensidad, y la llama continúa viva, poco a poco sus soplidos se hacen débiles hasta que, con el paso del tiempo, no tiene ánimos de soplar.
No siento ya su aliento y mi llama se extingue. Ni siquiera se esfuerza por buscar más leña para alimentarme como hiciera antaño. No está conmigo su respiración.
Se aleja. La hoguera se extingue. Me voy apagando. Quedándome sola. Me apago.