«Perdiendo músculos»

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cabra que chicSaludos camaradas…

Comparezco de una manera poco adecuada ante mis seguidoras porque he pasado por un proceso de recogimiento turístico religioso que me ha hecho perder músculo. Lo que en mi caso es doblemente importante como se pueden fácilmente imaginar. Perder músculo es perder caché, bolitas fibrosas de sube baja que, como las del glúteo y que tantas pasiones despierta, sirve para encandilar a las nenas que se pirran por admirar tus habilidades. Como soy un cachondo pues, desde esta esquinita del Qué Chic, les confieso que mis prácticas de seducción, antes de conocer a Manolita, por supuesto, pasaban por combinar movimientos musculares con los dibujos que adornan mi corpachón, de tal manera que poco menos que les daba vida.Y las nenas embelesadas se tornaban tan agresivas con mis adornos florales corporales como el picudo rojo con las palmeras. Así que era imposible que se me resistieran. Qué tiempos esos en los que salía de mi sexto piso en el barrio de Vallecas tras acicalarme durante tres horas en el cuartito de baño. Y en todo momento mirando el espejo mientras maniobraba en los doce metros cuadrados disponibles.

Qué no, qué no les voy a contar lo que me quería en esos tiempos, pero es que era para quererme. Pero ya saben que me enamoré perdidamente de Manuela Cuajada, beatona a medias, porque cuando le daba al cirio se mostraba tan experta en los templos sagrados como en los sagrados encuentros que practicábamos a escondidas siempre bajo la atenta seducción de los animales apareándose en la tele. Tiempos felices y de goce ejemplar, místico, cuasi religioso, porque cada vez que mi parienta llegaba al éxtasis gritaba “Santa María madre de dios” y luego ‘diosssssssss’, en un tono bajo, alto, bajo y claro como gritaba pues atemorizaba un poco al que les cuenta y a la vecina del quinto, pero el cuerpo está para acostumbrarlo y lucirlo y si no lo digo me muero. Frente a la santa blancura de su desnudez yo oponía el paisaje abrupto de mi cuerpo dorado por cremitas aparentes que me facilitaba Dionisio el Verde, que además era vendedor al por mayor de hachís que venían directamente del Rif. El pollo me confesó un día que la droga la traía una morita oculta en lo más profundo de su cuerpo por el puerto de Tarifa. Cuando me dijo aquello pues me confundió un poco y me dio como repelús, pero lo cierto es que la calidad del porro y sus efectos secundarios eran de primera calidad.

A lo que iba que no todo era el amor pasional entre Manuela y yo, hasta que metí la pata legionaria y me vi obligado a acudir con toda la familia de mi parienta a unos ejercicios espirituales a Fátima, a ver si se me aparecía la Virgen y me curaba de mis desviaciones malsanas.

Mi pecado fue un despiste que elevó la moral sacrocristiana de Raimunda Flor y de Rodrígo Cuajada a una santa cruzada contra mis pecados inconfesables. Y todo ocurrió porque Dionisio el Verde me ofreció un cargamento de hierba de primera calidad que había viajado desde el Norte de Marruecos cálidamente en el intestino grueso de su camella. Les juro que no sabía que este tipo de hierba se pareciera tanto a las que emplean las amas de casa en sus guisos pero, a esto, que mi suegra me agradeció efusivamente mi cargamento que llevaba en una bolsa transparente cuando nos cruzamos en el primero. Nada más preguntar balbuceé y la muy ladina me arrebató la bolsa para anunciarme que lo mio era un detallazo y que iba a preparar el guiso de carne con verduras más rico de la historia. Todos mis reflejos quedaron anulados y la preciosa mercancía no tardó en escanciarse alegremente entre todos los aditivos que mi suegra Flor solía emplear para darle gusto al pavo. Y ahi que la Magefesa bullía caldosa entre carne picada de cerdo, verduras y la marihuana, desprendiendo un olor confuso que ya fue ganando a mis queridos suegros para la bulla. Que nada tuvo que ver para las consecuencias posteriores cuando, tras el gracias dios mio por lo que nos acabamos de comer, mi familia adoptiva engullía con denodada avidez un guiso ejemplar, que Rodrigo alababa y alababa provocando la sonrojez de Raimunda,

Todo fue empezar y no terminar porque todavía desconozco las razones por la que mis suegros salieron a toda prisa a su dormitorio, antaño santo nidito de amor, aunque luego, siempre con mi fidelidad aplastante, tuviera que confesarle a Manolota las causas de su tartamudez y más que buen humor y llanto, llanto y risas, asi, asi…

La noticia corrió rápida entre las cuatro esquinas del hogar y, como penitencia y bajo la imposición de la ley marcial impuesta por don Raimundo, allá que los cuatro nos fuimos a toda pastilla a Fátima, a ver si entraba por el haro de la decencia. Pero esa es historia de otro cantar y, a veces, qué quiere que les diga, es muy complicado ponerlo punto y final a la misma.

Ya quedamos y cuidado con los pecados, sobre todo si son capitales.

cabra que chicLa cabra hispánica

 

 

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