El macho cabrío; «Enamorarse»

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amor jirafasm«ENAMORARSE»

Hola gente¡¡¡¡ 

Cuanto tiempo¡¡¡, pero es que he estado muy ocupado con cosas de amores que me traen a mal traer, qué quiere que les cuente. En los cuarteles nos enseñan a ser legionarios firmes y valientes, que no temamos a nada ni a nadie, e incluso como me decía el teniente Peláez, que en paz descanse, mirándome a los ojos, aquello de que éramos de verdad ‘novios de la muerte’, una cualidad esta que heredamos de nuestro glorioso antepasado, creador de nuestro insigne cuerpo, el general Millán Astray, el héroe legendario de la Santa Cruzada y cuya foto preside todavía, ¡estaría bueno!, los despachos de nuestros admirados mandos.

Para que no les quepa duda alguna les contaré que el sargento Fernando Peláez, porque todavía no había ascendido, además de tuerto sufría de una ligera cojera que le produjo la explosión de una mina en las afueras de Sarajevo, cuando dirigía un batallón de interposicíón bajo el mandato de la ONU para evitar que se mataran unos a otros, y claro, como somos novios de la muerte, pues ahí que los colocaron, en medio del fregao, a pecho descubierto, como mandan los cánones y los mandamientos, y entre chupinazo y chupinazo, pues lo tocó la china al sargento y fue a pisar una mina muy personal y casi se queda sin pierna, pero al final, aunque hecha una piltrafa sanguinolenta, salvó la extremidad y ahí andaba, ahora de despacho en despacho, en plan intendencia, hasta que se le atragantó un hueso de conejo cuando celebraba su reciente ascenso, por los méritos contraídos en el frente de Sarajevo, en una venta cutre, y se fue de mala manera al otro barrio. Ya ven, lo que no hizo una mina lo consiguió un pequeño hueso…cosas de la vida, seguro que para mayor gloria me sargento teniente hubiera preferido morir cuerpo a tierra, como reza nuestro histórico lema.

Pues andaba yo llorando la memoria del cojo Peláez cuando pasó lo que no tenía que pasar y es que me enamoré. Curioso sentimiento ese el de enamorarse sin que te avisen ni ná, pero es que esa mujer, a la que vi con un rosario en la mano, en la misa de ‘córpore in sepulto’ (¿se escribe asi?) del compañero, cumplía perfectamente con mi ideal de pareja, a saber, aparentemente poquita cosa, enlutada a medias, con un pañuelo negro, son ojos lánguidos y tristones, más bien blanquita…una mujer de su casa, vamos. Yo que venía de triunfar en los terrenos más complicados y ante las mujeres más mujeronas del mundo, poniendo siempre una pica en Flandes, porque soy bastante machote y a las mujeres les pone mis tatuajes, como bien saben, pues no sabía como acercarme a tan delicada jovencita, con lo que me cruzaba impertinentes miradas, que, a su vez, abría poco a poco nuestros corazones a aventuras desconocidas, mientras nos sonrojábamos mútuamente,

Cabra, te ha llegado el momento de sentar la cabeza, estás ante la mujer de tu vida. Y presto opté por cambiar el sendero de mi vida, dejar de ser el novio de la muerte y de las periquitas, y convertirme en un hombre mejor, machote, siempre, pero bastante mejor. Más centrao y responsable. Un hombre de su casa, en fin.

Mi amigo Dionisió Albergartas me sirvió de celestino. Esa es Manuela Cuajada, Manuelita, la hija del coronel Rodrigo Cuajada González y de Raimunda Flor, la menor de la familia González Flor, de lo más granado de la localidad, un tesoro, criada en la virtud y en los principios de la buena católica practicante, devota y humilde, a pesar de su ascendencia, y entregada a dios y a la caridad como socia numerario o propietaria de cuantas asociaciones benéficas habían en Valladolid, ciudad natal del añorado sargente teniente Peláez.

El abordaje a tan delicada criatura fue de lo más complicado de mi agenda militar, pero al final la candidez de mi amada, por lo que me latía todo, y el arrojo propio de mi condición, encontraron acomodo y, poco a poco, Manuelita Cuajada, aceptó, entre miradas lánguidas y padrenuestros furtivos, ser mi novia oficial. Y allí comenzó la cruzada, entre películas de barrio y atracones de rosquillas de anís, que era la especialidad de la señora madre Raimunda, una verdadera santa para que engañarnos, que velaba como nadie por el buen orden de la mansión familiar.

Pero ya saben mis seguidoras que tras la llamada del corazón viene la llamada de la carne, el toma y daca propio de la condición del humano, y, qué quiere que les cuente, no me las prometía muy felices. Poco más o menos, imaginé, tendría que pasar por las manos de la iglesia para descubrir los rincones prohibidos de mi amada. ¿Eso creen? Con estos antecedentes, les comprendo, pero ni mucho menos que mi Manuelita de cuajada tenía bien poco, que a las primeras de cambio y cuando nos encontrábamos solos en el sofá de la salita de estar donde veíamos un documental dominical sobre el apareamiento de las jirafas en el África central pues comenzó a transformarse, y de la mirada dulce almidón pasaba a una lasciva de quitarse el sombrero y mientras las jirafas practicaban la llamada del celo, mi pequeña revoloteaba el santo rosario y lo cambiaba, ante mi acojonamiento castrense, por un agárrate dónde puedas que se convirtió, en pocos segundos, en otra toma de Sarajevo, como la del pobre sargente teniente Peláez.

Así que la beatitud de Manuelita tiene sus momentos y cuando quiero guerra lo único que tengo que hacer es poner alguna de los CD de la colección ‘Apareamientos salvajes’ que me compré en el departamento de ocio de El Corte Inglés.

Y aquí me tienen todo un macho cabrio, entre iglesia y cameo, haciendo de la santidad una virtud. Como la de mi Manuelita, salvo cuando enchufo la tele. Qué todos tenemos nuestras debilidades y nuestros goces ocultos, ¿o no?.

Un beso guapas y no desesperéis, que tengo para todos y ¡¡Viva la legión!!

cabra que chicEl macho cabrío

 

 

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