Por un puñado de albóndigas

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Hasta ahora siempre que he hablado de albóndigas ha sido como acompañamiento, aderezo o complemento de algún otro plato. En esta ocasión, no. Las protagonistas son las albóndigas (nada de albondigones o albondiguillas, albóndigas en su justa medida y sazón).

Como tantas veces, podemos usar nuestro plato como recurso en momentos de necesidad. Fundamentalmente de la necesidad de comer algo que puede alegrarnos el resto de la semana por la carilla de felicidad que se nos queda.

A mí me gustan las albóndigas (por cierto, palabra de origen árabe como casi todas las que empiezan por “al”, salvo el famoso “al-a mierda de Fernán Gómez) pequeñitas y ligeramente especiadas, pero aquí existen tantas opciones como boniatos; sobre todo en los campos de boniatos.

Para empezar tendemos que ser cuidadosos con la base que compremos, aunque por estos lares siempre se ha estilado el uso y manejo de una sabia mezcla de vacuno y cerduno. Correcto. Supongamos que tenemos sobre unos 300 gramos de la mezcla anterior. Lo acompañamos, para empezar a discutir con la carne, de unos ajitos muy picados y de cebolleta, cebolla, chalotas o lo que se nos ocurra que se le parezca, también muy picadito.

Le echamos un par de huevos (los mezclamos con la carne, entendedme bien), algo de mejorana (si es seca menos cantidad, porque el sabor está más concentrado, como si hiciera un Sudoku), algo de nuez moscada, pimienta, perejil picado y sal. A mí me cae bien echarle algo de limón, pero no discutiré ni haré sangre de ese punto.

Cuando lo tengamos mezclado todo deberemos darle consistencia, para lo cual lo tradicional es echarle pan rallado, aunque también podríamos con patatas hervidas y machacadas, pero la textura no será la acostumbrada. Pero mejor no pasarnos, porque si no quedan algo más secas, y la clave está en la jugosidad.

Cuando las tengamos bien mezcladas y ligeramente reposadas para que asienten los sabores, hacemos las bolitas (se pueden hacer hasta dodecaedros, pero a ver quién tiene la maña), del tamaño que nos apetezca, y las enharinamos ligeramente. Las pasamos por la sartén con aceite caliente y las freímos un poco, sin llegar a torrarlas. Las sacamos y preparamos la salsa.

En cuanto a la salsa, las opciones son amplias, muy amplias. Desde el clásico tomate (si elegimos ésta, existe la comodidad de una salsa de tomate realmente buena, Hyda, casera y con sabor a lo que tiene que saber), hasta preparaciones todo lo elaboradas que nos apetezca.

A mí me motiva para estas albóndigas coger un montón de cebolla y dejarlas a fuego lento hasta que se aburran y mueran o empiecen a asentarse en un hermoso tono caramelo, lo que ocurra antes (que suele ser lo segundo). Podemos acompañarlas de una o dos hojas de laurel y un par de clavos de olor. Cuando estén hechas las cebollas, no queda mal triturarlas antes de culminar la faena (antes quitamos el calvo y el laurel, claro).

Supongamos que lo hemos hecho y ya en este punto añadimos vino blanco, manzanilla, o Albariño si hemos cometido la indecencia de dejar un poco sin usar, lo reducimos y, si tenemos caldo de carne o pollo caseros (mejor no tirar nunca las salsas de los platos de carne, vienen bien para ocasiones como ésta), le añadimos un poco y, caso contrario, le añadimos algo de agua (vendría bien hasta algo de nata, por aquello del toque gabachesco).

Llegados aquí, sólo nos queda echar las albóndigas en la salsa resultante y darles unos minutos de cocción a fuego lento, con cinco o seis ya nos vale, para que terminen de trabar los sabores. De acompañamiento, patatas fritas o arroz, y a mí me gusta también echarles algunos guisantes. Y ya tenemos un fantástico puñado de albóndigas listas para la inmolación. Con Clint Eastwood o sin él.

Nota: No comer, en ningún caso, más de 50 albóndigas por persona y vez.

chef quechicPaco Rebolo

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