¿Hay cosa más sencilla que ésta? Puede ser, pero como mi natural es enrevesado, vamos a añadir algo…
Para proceder, compramos manzanas grandes, pelín ácidas y les quitamos el centro con un descorazonador (¡mira, como los políticos!); calentamos el horno a 180 grados (cuando tengamos dudas sobre la temperatura a la que tenemos que poner algo, ponedlo a 180 grados centígrados) y adobamos la frutilla apasionada con azúcar en el hueco dejado por las semillas, depositamos cariñosamente ron, whisky o cualquier otra bebida aromática del mismo tipo, con la adecuada y suficiente generosidad, incluimos unas cascaras de limón (jengibre queda más fino), algo de mantequilla (repito: mantequilla, no margarina, pero sé que al final me vais a hacer el mismo caso que cuando pido un café no demasiado caliente, o sea, ninguno) y lo dejamos en su horno, tranquilamente.
Cuando ya está blanda y la piel se arruga en sí misma, incorporamos unos palitos de canela, cinco minutos más y las sacamos y, en paralelo hacemos una simple y sencilla natilla (la sorpresa) que usaremos de fondo, de soporte, mientras en lo alto reinará nuestra modesta manzana con su canela, su piel churruscadita, su azúcar cuasi caramelizada y sus juguitos ansiosos de ser deglutidos. Lo que os diga.